Dedicado a ella, por quien a veces soy vestigio de vida...
Sonrió,
no resignado y tampoco rendido. Sólo sonrió pensando en aquellos días, esos que
no fueron contados jamás, guardados como ancla que sujetó su memoria, que lo
mantuvo en pie. La recordó, nunca la olvidó, pero esa noche acentuó su atención
en los recuerdos de ella. Ella fue la vida, energía, verdad. Sin ella la muerte
se desnudó frente a él, se apagó la luz que descubría los colores del camino y
la mentira fue su escudo.
Tantos
juegos jugó sin pretensión de ganar, y nunca ganó. Pero allí sentado, cigarro
en mano, se antojó del triunfo. Ella, desde el más allá, le devolvía la
energía, la vida, la verdad. Y él, desde el más acá y a un paso de allá, lamentaba
la consciencia tardía del tiempo agotado. Recuerdos, espejismos, fantasmas,
proyecciones, visiones, teofanías de la misma muerte tal vez, manifestación de
la agonía que siempre agoniza pero a veces con más fuerza logra encarnarse en
la vida que caduca.
¿Puede
ganarle el juego a la muerte? ¿Puede asirse de la eternidad? Tantos mitos
escuchó. Se aferró a su cigarro, miró la punta encendida que ya casi tocaba el
filtro, respiró el humo, señal débil del fuego que consume. “Sólo si se vive se
puede humear”, pensó sonriendo aún. ¿Es tarde? ¿Cuándo es tarde y cómo saberlo?
Tal vez cuando es demasiado tarde no hay consciencia para saberlo. Se levantó,
caminó hasta su habitación, tomó las cartas del baúl, esas que contaban los
días ocultos, decidió enviarlas. Y entre sus cartas fui yo, oculto también,
vestigio de vida en tiempos de muerte.
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