El
siguiente cuento forma parte de mi colección “Cuentos Ateos” y es el número
seis…
Doña
Marta González tiene setenta y nueve años de edad, es elegante y amable. Sus
arrugas no solamente delatan su extenso desfile por los años sino que esconden
historias y melancolías. Su cabello se ha mantenido negro, sólo algunas canas,
agrupadas como un lunar de cabello blanco, que sobresalen en su cabellera y que
ella luce con orgullo por ser parte de la herencia genética de su bisabuela.
Todos sus años ha estado sembrada en el Valle Encantado, alguna vez tuvo la
oportunidad de partir lejos y vivir un estilo de vida más moderno pero renunció
a tal posibilidad sintiendo un profundo compromiso de envejecer y morir en el
mismo lugar donde soltaron el último aliento sus ancestros. El nombre del
pueblo lo justifica una leyenda indígena, se remonta a los años en que los
colonizadores se incrustaron en esa región. Los indígenas intentaron defender
sus territorios, una de las tribus abandonó la población, los indios eran
perseguidos por colonizadores pero cuando cruzaron el río que dividía la
población de la selva sus enemigos se confundieron, durante días se mataron
entre sí, mientras los indios parecían invisibles en aquel lugar. Así que lo
llamaron “Valle Encantado” y lo convirtieron en un refugio.
Se
enamoró de Camilo Balbuena siendo una adolescente de diecisiete años de edad.
Ella cursaba el último año de bachillerato cuando él llegó al pueblo de
veintidós años de edad. En los planes de Camilo no estaba la idea de residir en
el pueblito. Recién egresado de la universidad, Arístides Fonseca, el director
de la unidad educativa del pueblo, le dio la oportunidad de impartir las
cátedras de Literatura e Historia Universal. El director sintió la obligación
de hacerlo como pago a un favor recibido del padre de Camilo.
Camilo
viajaba cada mañana hasta el Valle Encantado para impartir sus clases y
regresaba por el mediodía a la ciudad. Esperaba el autobús de regreso en la
plaza Libertador, siempre rodeado de adultos y ancianos en su espera,
conversaba con ellos sobre las oportunidades que el futuro traería al pueblo,
oportunidades que tocaron la puerta de las grandes ciudades latinoamericanas y
que en algunos casos habían sido aceptadas para perdición de las poblaciones;
predicaba un cambio, decía que la historia es inquieta y siempre anda buscando
callejones diferentes para escribirse. Así, desde joven, se ganó el título de
“Don” por sus sabias palabras y la madurez que expresaba, ese “Don” desnudaba
el respeto y admiración de la gente simple y sencilla del pueblito de Valle
Encantado.
A
él lo enamoró la ingenuidad de ella, también la sinceridad con la que profesaba
su fe cristiana; a pesar de su posición en contra de la religión no podía negar
que ésta podía evolucionar hasta convertirse en una herramienta útil para el
progreso humano, aunque reconocía, según sus análisis, que tal pretensión nunca
dejaría de ser una tonta utopía. Le parecía que a Marta le lucía la religión,
le gustaba escucharla hablar de su Cristo, de la bondad de su Señor al entregar
la vida en la cruz. Y se confesaba atraído también por ese Cristo de quien la
historia no ocultaba sus pasos.
“De
no pertenecerle a la religión, ese Cristo, sería mi amigo también”, decía
sonriéndole a Marta.
En
su adolescencia pensó que ese hombre de ciudad sólo necesitaba un empujoncito
para llegar a los pies de su Cristo. A medida que lo conocía se sorprendía de
sus dudas frente las creencias que para ella siempre fueron convicciones, y no
sólo eso, también se sorprendía por su carácter poético. Su impresión durante
los primeros meses de noviazgo la llevó a concluir que dos personalidades
habitaban el alma de Camilo y lejos de sentir miedo se sintió profundamente
atraída. Un romance de dos años selló la relación entre ellos y decidieron
casarse. Al principio sus líderes se opusieron, pero Marta logró convencer a su
esposo de acompañarla algunos domingos a la iglesia y así demostró que la unión
entre ellos no era un “yugo desigual” pues ella estaba logrando que Don Camilo,
hombre de letras y de ciudad, entrara al templo evangélico del pueblo.
Doña
Marta miró su calendario y sus recuerdos fueron interrumpidos. Caminó hasta la
cocina, cada rincón de su casa le hablaba de él. Se sirvió una taza de café y
se emocionó al ver la hora, en cualquier momento sus hijos y nietos llegarían.
Para ella cada visita dominical era un milagro de la vida.
Pensó
de nuevo en su difunto marido. Recordó algunos de sus argumentos.
“Si el ejemplo de Cristo no estuviera en mano
de los religiosos tal vez sería mucho más útil”. La voz de su esposo parecía
viva en ella. Cerró sus ojos y con profundo sentimiento deseó tener juventud
para intentar entender mejor las palabras del marido. Miró otra vez el
calendario y justificó su melancolía. Quizá sus pensamientos respondían al
dolor que seguía latiendo dentro de ella a dos años exactos de la muerte de Don Camilo Balbuena.
Decidió
no añorar más el pasado, al menos por ese día y tampoco pensar en el futuro.
Todo lo ocurrido hasta ahora había sido lo mejor, así sentenció su melancolía.
Le tocaba conformarse pues no se puede cambiar el pasado. Tampoco se puede
controlar el rumbo de la historia, silenció su ansiedad pensando que el futuro
está en las manos de Dios.
A
veces dios suele ser la excusa perfecta, la justificación genérica. La teología
muchas veces se convierte en una herramienta útil para la dejadez. Millones de
“creyentes” se aferran a argumentos fríos como “no somos de este mundo”, “todo
está en las manos de dios”, “dios es Soberano”. Hay incluso un apartado
completo dentro de la teología para explicar la Soberanía de Dios, muchos
aseguran que Dios tiene tres voluntades: su voluntad perfecta, permisiva y
aquella que se remite al libre albedrío del hombre. Y éstos se dedican a
desarrollar argumentos lo suficientemente amplios como para que el alma del
creyente repose en alguna de esas tres voluntades divinas.
Pero
no se puede culpar a Doña Marta, puede que tampoco a sus maestros bíblicos;
ellos sólo siguen las pautas dictadas por la religión, aunque esta declaración
les haga responder automáticamente que no profesan ninguna religión sino la
salvación, tal respuesta es parte del mecanismo de defensa que se ha activado
dentro del sistema religioso en el que están inmersos. Sin embargo, ¿es
culpable la teología cristiana o la religión?
Don
Camilo Balbuena solía decir que es culpable el hombre y su afán por controlarlo
todo, haciendo de los instrumentos como teología y religión métodos para el
proselitismo. Que tanto religión como teología, incluso política, ciencia, y
tantos conceptos más, nacieron como instrumentos de búsquedas; que tales
conceptos expresan el deseo del hombre por encontrar una identidad, una verdad
y una libertad trascendente. Pero Doña Marta siempre tuvo cuidado de no prestar
demasiada atención a los discursos filosóficos de su esposo. Luego de años de
matrimonio habían logrado conciliar acuerdos no pronunciados en relación a
temas como religión, Cristo, cristianismo, evangelio y otros más. En los
últimos años de convivencia su esposo ni siquiera mencionó alguna de esas
palabras frente a ella; y ella no sospechó que los temas que su esposo silenció
frente ella, los discutía con su hijo mayor.
La
doña sale al patio de la casa, árboles inmensos custodian el horizonte desde
ahí, a lo lejos las montañas parecen unirse con el cielo, tal vez no es tan
lejos, quizás no se unen, puede que sea su cansada vista que ya no percibe con
claridad el horizonte. Intenta no pensar en la muerte, es difícil ignorarla
cuando la lógica te seduce a contemplar la posibilidad de que cada día podría
ser el último. Piensa entonces en la vida eterna, en esa que le sirvió de
consuelo los años de dificultades, de escasez y sacrificios. Mientras que, en
aquel entonces, ella dedicaba tiempo a las plegarias su esposo incrementaba su
esfuerzo y se inventaba estrategias. Don Camilo veía pasar las horas difíciles,
satisfecho de haber vencido con su esfuerzo mientras Doña Marta agradecía a su
dios que le daba la sabiduría y oportunidades al esposo. A él no le importaba
que el dios de su esposa se llevara los créditos, le importaba verla feliz,
saber que sus hijos podrían ser alimentados y contarían con una educación que
los haría fructíferos.
Se
sentó en la mecedora que siempre estuvo en el patio, debajo del árbol de
mangos. No pudo evitar sentir miedo. ¿Dónde estaría el alma de su amado? Le
angustió pensar en el infierno como el destino de su alma gemela. Quiso creer
que lo que su esposo tanto aseguró era cierto, que no existe el infierno, que
es un instrumento de control en manos de la ambición religiosa. Pero si el
infierno no es real sólo porque así lo aseguraba su esposo, ¿sería el alma
también una ficción? Eso lo decía él, ella no podía creerlo pues si anulaba de
su sistema de creencias el infierno sería para soñar en sus últimas noches con
la unión de su alma y la de él. ¿Y si la eternidad se conceptualiza como Camilo
pensó?
Cerró
los ojos. Su hijo mayor, Marcos, la encontró dormida en la mecedora. Sonrió al
verla, parecía una niña desconectada de los afanes de la vida, que no respeta
los horarios del día. No quiso despertarla, su esposa María Antonia se ocupó de
la cocina, minutos después llegó Andrés con su esposa también. Se abrazaron los
hermanos, las cuñadas charlaban en la cocina. Cuando la doña abrió los ojos sus
nietos corrían por el patio alrededor de ella. Sus hijos Marcos, Andrés e
Ignacio, sacaban la mesa y las sillas al patio mientras sus nueras María
Antonia, Adela y Sofía venían detrás de ellos como en fila con los platos y
manteles. Luego salieron sus dos hijas, Luisa y Soraya. Sus yernos, Alfonso y
Marlon, sacaban la mesa de dominó. Por un momento se perdió, le pareció un
domingo de los que vivió hace dos años, esperó que Camilo apareciera, con su
caminar lento y su mirada nostálgica, deseó verlo parado junto a la puerta,
observando todo el lugar, con esa sonrisa de placer y orgullo frente al cuadro
que siempre consideró posible gracias a su esfuerzo.
Sonríe
mientras mira a su alrededor, recuerda que él no saldrá, que no está, sería
perfecta la tarde del domingo de junio si aún estuviera él. Mira sus manos, aun
sonriendo, no le pesan las arrugas en la piel, ni siquiera ese temblor en las
manos, él le decía que era el nervio propio de la piel cuando sabe que ya se
acerca mucho más el momento del descanso, le decía que a veces descansar
asusta, da miedo, porque uno se acostumbra a esa agonía constante a la que se
le llama vida.
Corren
los nietos a su alrededor y la rozan, en su garganta una fiesta de lágrimas se
va preparando, pero nadie ve sus lágrimas festejar, levanta su mirada al cielo,
una gota que rueda por su mejilla se convierte en el eco de las palabras de
quien fue su compañero “no es en el cielo donde debes buscarme, es dentro de
ti, porque siempre seré uno contigo…”.
A
Camilo no le preocupó la eternidad, sino ser recordado. Ese fue su concepto de
eternidad. “Seré eterno tanto tiempo como sea recordado”, le decía a Doña Marta
cuando ella insistía en hablarle del alma y la vida eterna, nunca se lo dijo,
pero en el fondo s sentía atraída por la forma poética como siempre él expresó
la eternidad.
Decide
creerle, total ya es una anciana casi en manos de la muerte. Decide que si dios
es tan superior podrá entender el desliz de una mujer que desesperada y
nostálgica extraña a su marido difunto. Tal vez sea mejor la eternidad como la
creyó él. Así que decide creer que allí
está él, puede verlo sonreír también, porque él sonríe cuando ella lo mira,
porque él siempre fue feliz frente a sus ojos.
Con
sus ojos cerrados invoca el aroma de la tierra azotada por el sol de junio, que
apenas comienza a descansar con el atardecer, él siempre le decía que junio es
un mes con pasión, es de luz intensa durante el día, pero sus atardeceres
ofrecen una paz llena de magia, le decía que era una magia que no alcanzaba a
ser descrita con las palabras, entonces ella sonreía y lo miraba con gesto de
“no sabes lo que dices”, y él le decía que un día entendería la magia, entonces sabría que hay un lenguaje mucho
mejor que las palabras.
Se
le ocurrió, mientras mantenía los ojos cerrados, que aquel lenguaje del que
hablaba su compañero podría ser el aroma de la tierra, la inmensidad del cielo,
el susurro de la brisa, la tonalidad de todo lo natural; deseó con el corazón y
con el alma que él estuviera frente a ella para abrazarlo y decirle que había
logrado entender la magia, estaba dispuesta a reconocer que él siempre supo lo
que decía. Pero no lo encontró, en cambio vio las caras de sus hijos que la
miraban sonriendo. Estaban ya sentados todos a la mesa, decidió no lamentar
nada, ni sus años de convicciones que parecían desvanecerse frente a las
nostalgias, ni la incertidumbre a la que se abrazaba ese domingo que podría ser
tal vez el último domingo de sus días. Sintió agonía, eso no pudo evitarlo, por
sus hijos y nietos, qué tal si ellos en los últimos días de sus vidas
lamentaban la entrega incondicional a los dogmas eclesiásticos.
-
¿Qué tanto piensa viejita?- Preguntó Marcos, el hijo mayor.
-
Recuerdo a tu padre, sus ideas, sus locuras. Me pregunto si tal vez tendría
razón. Me pregunto si debí ceder en mi empeño de convertirlo a mi cristianismo
y arrojarme a sus ideales.
Todos
se miraron al escuchar la voz cansada y pausada de la doña. Luisa, la hija
menor estaba a su lado y la abrazó.
-
Para nosotros ustedes fueron perfectos. Lograron armonizar a pesar de las
opuestas posiciones frente a temas religiosos. Yo muchas veces los escuchaba
conversando de esos temas que tú defendías y que él te dejaba defender. Nos ha
ido bien, gracias a ti y gracias a él.
Una
lágrima escapó de sus ojos. Correspondió el abrazo de la hija. Ignacio, el
menor de los varones interrumpió la escena.
-
Aunque es mejor que lo sepas, siempre estuvimos del lado de papá.
Todos
rieron. Y Soraya añadió:
-
Sí, sólo que él no nos dejaba decirlo. Y cuando queríamos esquivar los domingos
de iglesia y buscábamos su apoyo, nos decía que tú eras la doña de la casa y si
decidías que debíamos ir a la iglesia así debía ser.
Doña
Marta escucha las risas de sus hijos, ve en sus ojos un brillo, la brisa es
suave y cálida. Admira a su difunto esposo. “Ay Camilo, te las ingeniaste para
asegurarte una vida extensa después de tu muerte”, pensó. Saboreó una porción
de cazuela de mariscos, con la sensación de que si ese era el último domingo de
su vida habría sido también su primer salto consciente a la eternidad.
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