En una galería de arte resalta aquella obra que se
transmite a sí misma, impregnándose en el alma del observador, haciendo espacio
para incrustarse en la memoria; para ello el artista debe hacerse uno con su
obra y ofrecerse sin abusar de recursos ni caer en la tentación de la
mezquindad. No son las palabras exactas las que preocupan a un poeta hábil sino
las que logran vestirse de vida en armonía, las que resucitan saltando del
abismo donde el enigma muere para servir de contexto a las emociones y mutar en
la entrega.
No soy poeta, apenas juego a escribir, pero Rafael Ayala
Páez eleva al lector mediante sus letras al estatus de poeta, y lo fui mientras
recorría las veredas del silencio que se ofrece a bocados, que palpita con
fuerza, dinámica y sentido, que deja de ser silencio para mutar y enfurecer los
recuerdos que resignados a la pasividad nunca más volvieron. Sus letras no son
laberintos, son senderos bien delimitados, como aquellos que el tiempo creó,
por donde fluyen las aguas liberadas desde el mar, sin conocer destino pero
aventuradas al cauce.
Bocados de Silencio no es poesía accidental, tampoco es
construcción forzada, uno lo percibe al finalizar la lectura de la obra
completa, pues mientras avanzas estás muy ocupado en sus imágenes, en los
movimientos y en el recorrido mismo. Pensé que leería el libro en un momento,
pero la noción del tiempo se pierde y se exalta la consciencia, se excita,
adueñándose de todo y así se disfruta las mudas del autor, su habilidad de
encarnar cada frase e invitarnos a ser parte de ellas.
El autor atrapa detalles que convierte, con su don, en
figuras, haciéndonos visionar el pasado y el paso propio. “Porque ese día partió un azulejo/el rayo quemó los árboles/las calles
enmudecieron/y no supe del tiempo” (pág. 19, “Dieciocho de abril”).
Y uno se pregunta ¿quién fue el tiempo y quién es ahora?
Porque en su obra no se permite la quietud, el silencio es otra cosa y se
desborda en ella, pero la quietud suelta sus amarras y como un huracán se mueve
libre y sin medirse. Lo que es, no deja de ser, sin embargo, no es ya lo mismo.
Desde mi apreciación “Bocados de Silencio” es movimiento,
mutismo y mutación.
“Este es mi
lugar/el tiempo/tránsito interminable de días/se mueve entre las ruinas de lo
que hemos sido” (pág. 55, “Lo que fuimos”).
Y desde su lugar dibuja, consciente del tiempo, permitiéndose
transitar, desnudando sus ruinas y arropándonos con sus letras para ser parte
de ellas. Su obra es viva, andante, silente, se respira y ofrece
transformación. No es un libro que se lee desde nuestro lugar sin ser
trasladado; obliga la metamorfosis, con elocuencia y sutil seducción. Desde su
lugar nos invita y desde el nuestro partimos. Y se hace profecía, amenazando
mientras danza entre el movimiento, el mutismo y la mutación.
“Las lluvias
llegarán/el río comenzará a subir/la casa estará oscura y fría/el sol se habrá
ocultado” (pág. 54 “Cuando llegue el aniego”).
Se puede percibir la firma de Ayala en toda la obra, que
nos anuncia colecciones de poesía que nos caerán como la lluvia desde su
inquieta alma, su obra refleja continuidad y empeño. Nadie tan atormentado
podría dejar de montar sobre el silencio, nadie tan inquieto podría ponerle fin
a su obra. Intuyo que las tres secciones que componen esta magistral obra de
arte (La levedad de la materia, Sed del
fuego y Bocados de silencio) ya van mutando en sí mismas y van cobrando
vida a través de la pluma del autor, intuyo que nos sorprenderá pronto con el
resultado de esa sed por el fuego que
lo agobia y le insufla movimiento a sus letras.
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