Por la alegría de ver mi novela Rubia participando en la edición XVIII del Rómulo Gallegos, les comparto el capítulo uno. Espero lo disfruten:
Es mediodía. Da igual verano o primavera; por estas
tierras el sol de mediodía empaña el clima con su calor. Sería casi
insoportable de no ser por las ráfagas de aire fresco que nacen entre las
montañas y se desprenden desde lo alto del valle, allá arriba, donde los robles
lo bordean como custodiándolo. ¡Valle legendario! Escenario de tantas
historias. El aire viaja danzando, viento recio y solitario, juega entre los
árboles, acaricia los samanes, árboles de lluvia, cenizos y de porte asombroso;
seduce a los cedros, legendarios como el valle y silba entre ellos; sigue su
camino, agitando la hierba en las planicies, donde reposa el ganado. Roza el
agua de los ríos, dispersa a lo ancho y largo de estas tierras, bebe del Arroyo
del Cardón y su recia danza encuentra calma. Ya no es viento solitario, es
brisa suave que pasea con elegancia por el valle, que busca compañía entre las
calles de Piedrita y Cañaveral, y avanza hasta Rivera y Agua Santa, no se
detiene hasta que llega a lo más profundo del valle: El Consejo de Ciruma, y
allí se perfuma con el aroma del aceite de cabimo.
Da igual verano o primavera, el sol o la brisa; da igual
la sombra del cabimo bajo el cual está sentada en uno de los bancos de la plaza
del indio, ajena al aroma del aceite, indiferente al verdor de las montañas que
aun a lo lejos coquetean majestuosas. No importa el mundo fuera de ella y el
suyo se ha detenido, el futuro tiembla y se inclina junto al presente, el
pasado reina y se burla; el espacio es un vacío reducido a la medida de los
interrogantes, donde no caben sueños y deseos, donde muere la sonrisa y brota
el dolor. En ella, el sol es odio inclemente que empaña el alma con su calor y
el valle, es su corazón que llora la ausencia de la brisa.
Ella es Rubia, la del nacimiento milagroso, la niña
prodigio, la adolescente pródiga que una vez conoció el amor, la joven del
millón de errores, la niña linda, la de los ojos de su abuelo; ella es una
historia que aún no termina. Es hoy, un mundo distante y ajeno… Es un suspiro…
<<Soy Rubia, y tengo veintiocho años>>
piensa, y es un lamento <<o tal vez soy veintiocho años llamados Rubia.
Mi nombre debe ser sinónimo de desgracia, de desastre o constante aflicción. Sé
que es inútil y tonto creer que puede cambiarse el pasado, pero… ¡Cuánto daría
por cambiar aunque fuera un solo evento y desde allí caminar un trayecto
distinto! entonces otro sería el presente y valdría la pena un futuro…>>
Al paso de la brisa una hoja se desprende del cabimo, es
arrullada con ritmo lento, cae en el cabello de Rubia y allí reposa, sólo unos
segundos, ella la toma con sus manos y siente la humedad del aceite en sus
dedos, contempla el verde intenso y vivo de la hoja que la invita a despertar
ante el mundo que la rodea. Sus ojos azules se funden en el horizonte, se
pierde en el azul del cielo mientras suelta la hoja que cae al suelo. Frota
entre sí los dedos aceitosos y regresa del horizonte, se encuentra con ella
misma fuera de su mundo interior, bautizada con el aroma de la primavera.
<<El aceite de cabimo... si fuera tan fácil disipar
el odio...>> piensa, y es un tímido deseo <<Las manchas del corazón
son imborrables, no hay aceite que valga>>. Es una sentencia.
Recuerda el relato que una vez escuchó: en el año 1890
una extraña enfermedad azotó al estado Falcón, estado limítrofe con el estado
Zulia. Una mancha aparecía en la piel y al cabo de dos semanas ésta se
convertía en una llaga y, poco a poco, se extendía por todo el cuerpo. Las
personas infectadas por esta enfermedad se iban pudriendo en vida, presentaban
síntomas como fiebre y debilidad para ejercer cualquier tipo de actividad. Así,
las víctimas de la enfermedad estaban condenadas a morir en un lapso de dos
meses después de que la mancha se convirtiera en llaga.
Cuatro familias, los Quero, los Pachano, los Morles y los
Suárez, decidieron abandonar el estado unidos como una sola familia, los más
ancianos presentaban ya la mancha en la piel y en la familia Morles, un niño
iba infectado también. Partieron en caballos, arreando sus ganados, con
provisiones para un mes de camino, y la esperanza de encontrar un caserío en el
estado Zulia donde poder establecerse lejos de la infección del estado
abandonado. Llevaban también semillas de maíz, de auyama, y de otros alimentos,
creían que, de no conseguir un caserío, podrían fundar en alguna tierra uno
para las cuatro familias. Tras dos semanas caminando en medio de la selva
falconiana y sin conseguir nada, el niño Santiago Morles presentaba fiebre con
frecuencia y sus padres se desesperaban ante la idea de que pudiera morir en
aquel peregrinaje. Los ancianos también se descomponían aceleradamente.
Encontraron un arroyo bordeado por cardones y se
detuvieron para calmar la sed de los animales. Mientras las bestias se
saciaban, un indio se les acercó. Se alarmaron al verlo, semidesnudo y de
aspecto rudo. Cuando estuvo cerca, el temor aumentó al notar una cicatriz en su
rostro que parecía dividírselo en dos. El indio parecía llevar un objetivo: sin
distraerse, caminó directo hacia el niño, que estaba rodeado por sus padres y
en los brazos de su madre, se abrió paso entre ellos y, ya frente a él, se
inclinó a su altura. Nadie se resistió a su presencia. El indio miró el
antebrazo del niño donde la mancha comenzaba a supurar.
— Esto— dijo tocando la llaga con
su dedo—
mal de ciudad. Hombre de ciudad mucho odio.
Luego señaló al frente del arroyo y agregó:
— Un
día de camino, detrás de robles hay valle de cabimos, yo indio Ciruma pasar por
allí y ver el árbol que bota aceite, aceite untar en piel de niño. Niño sano.
Aceite cura odio.
Se levantó y sin esperar una palabra ni pronunciar
ninguna otra, se alejó en sentido contrario al lugar que había señalado.
Por varios minutos, hubo gran discusión entre las cuatro
familias, los Quero y los Pachano creyeron conveniente tomar otra dirección
diferente a la que el indio les había indicado, pensaron que sus palabras
podrían ser una trampa para desviarlos por ese camino y en compañía de la tribu
despojarlos de sus bestias y mercancías. Sin embargo, la desesperación de los
Morles les llevó a confiar en las palabras del indio Ciruma y, apoyados por la
familia Suárez, decidieron dirigirse hacia el valle de los cabimos. Las otras
dos familias terminaron siguiéndolos también. Al día siguiente, ya al
anochecer, llegaron al lugar, contemplaron el valle bordeado por los robles, en
él varias docenas de cabimos distribuidos a lo largo y ancho del valle. Era
primavera, el olor del aceite que segregaba cada árbol era agradable al olfato,
daba la impresión de estar dentro de un nuevo mundo. Tomaron aceite de cabimo y
lo untaron a los infectados por la enfermedad, sobre las manchas y sin
frotarlo, como había indicado el indio con señas. Tres días después de que los
pacientes padecieran una fiebre intensa por las noches, las llagas
desaparecieron junto con la fiebre y los síntomas de la enfermedad.
Decidieron establecerse en aquel lugar y, en honor al
indio, que nunca más volvieron a ver, llamaron al pequeño caserío “El Consejo
de Ciruma”. Cada familia se adueñó de una porción de tierra suficientemente
espaciosa para construir casitas de barro y fundar pequeños conucos en los que
sembraron las semillas que traían y así asegurarse la alimentación de la
población. Se proveían de agua del arroyo al que llamaron “El Cardón”, el mismo
donde les encontró el indio. Tan pronto como se establecieron, un representante
de cada familia volvió al estado Falcón exportando el aceite de cabimo para que
pudieran salvar a los pacientes que agonizaban y a los que iban siendo
alcanzados por la enfermedad. Así, la fama del pequeño caserío corrió con
rapidez.
En 1900, la Iglesia Católica consideró que la aparición
del indio había sido un milagro, y lo atribuyó a San Antonio de Pádua, a quien
veneraban como un santo patrono de los viajeros y cuya fama entre los laicos
era conocida desde 1890. Enviaron a un cura para que se encargara de guiar
espiritualmente a los habitantes del caserío, que aumentaban en número ya que
la exportación del aceite al estado Falcón había servido como una puerta de
entrada a otras familias que decidieron mudarse. El caserío creyó conveniente
la presencia de un cura en aquel lugar y aceptaron la interpretación que la
Iglesia Católica le dio a la aparición del indio, lo creyeron un verdadero
milagro y no faltó uno que dijera haber sentido un impacto profundo tras las
palabras del indio: “el odio del hombre de ciudad”. Sin embargo, nada acertada
les pareció la elección de la santa iglesia con respecto al enviado cuando lo
vieron llegar.
Rufino Pérez Valles era un joven de 25 años cuando llegó
al pueblo. Acababa de salir del seminario, y una semana le bastó para cambiar
la impresión que su llegada causó en los habitantes de El Consejo de Ciruma.
Era joven e inexperto, pero apasionado y laborioso. Se ganó el respeto y la
admiración de cada uno de los habitantes, quienes luego lo consideraron no solo
el cura del pueblo sino también la máxima autoridad. El padre Rufino, llamado
así al pasar los años, logró que las autoridades regionales posaran su mirada
sobre el caserío. Consiguió que el gobierno regional construyera dos edificios
destinados a la educación básica y diversificada de los habitantes del ya
considerado pueblo y de los que habitaban los caseríos que se habían formado
alrededor del mismo. También instauró la celebración del aniversario de la
llegada a aquellas tierras de sus fundadores, la segunda semana de junio se
festejaban las llamadas “Ferias de San Antonio”. Aquellas ferias fueron motivos
de la visita de pobladores de otros estados.
En 1930 el gobernador de turno en el Zulia visitó la
Feria de San Antonio y bautizó el pueblo como “El Jardín del Zulia”, nombre con
el que luego el niño Santiago Morles, ya adulto, publicó una obra de poemas
centrados en la fuerza y virtudes de la naturaleza. El gobernador prometió ese
año construir un ambulatorio rural en el pueblo, y una plaza a la cual declaró
que llamarían la plaza del indio, y que además, de ser electo de nuevo como
gobernador del Estado Zulia, incluiría en su presupuesto un programa para la
construcción de viviendas dentro del presupuesto regional, cuyo pago sería
cómodo y ajustado a la economía de los habitantes del pueblo. Si bien todas
esas promesas fueron charlatanería política y oportunista del gobernador, el
padre Rufino se encargó de que las cumpliera todas. La Plaza del Indio quedó
construida en el centro del pueblo, en medio de ella un cabimo era protegido
como símbolo de esperanza y recordatorio de que el odio era una llaga que
apagaba el espíritu del hombre.
Ya en 1950 el Consejo de Ciruma era un pueblo ajustado a
la modernidad de la época. Ese año, la Iglesia Católica envió al gobierno
nacional planos para que patrocinaran la construcción de algunas catedrales en
las ciudades y pueblos que aún no tenían ninguna. El gobierno nacional los
distribuyó a los estados correspondientes, quienes sortearon las construcciones
para decidir cuales se llevarían a cabo ese año. Se aprobó la construcción de
la catedral en el Consejo de Ciruma. Una confusión en los planos hizo que se
iniciara la construcción basada en los planos de la catedral que debía
corresponder a la ciudad de Cabimas. Cuando el gobierno regional hubo caído en
cuenta de esto ya se había iniciado la construcción y así, el pueblo presumía
de una catedral moderna y lujosa. La confusión de los planos se le atribuyó al
santo patrono del pueblo como un milagro.
La entrada del evangelio protestante al pueblo, a finales
de 1960, habría sido imposible y no aceptada por los habitantes de no ser por
la aprobación del padre Rufino, cuyas decisiones y avales eran respetados aun
cuando contradijeran la voluntad del colectivo. A pesar de que el
protestantismo por esa época representaba una amenaza para la Iglesia Católica
arraigada en costumbres y tradiciones, siendo tal protestantismo una expresión
de nuevas propuestas consideradas liberales por el sector ortodoxo, el padre
Rufino expresó siempre su inclinación a un escenario plural, diverso,
tolerante.
A los 95 años de edad murió, y en su honor se levantó un
monumento en la Plaza del Indio junto al Cabimo que está en el centro del
mismo. Fue recordado siempre por su carisma y sus obras. Meses después de su
muerte, el gobierno inició la construcción de otra plaza frente a la catedral,
la Plaza Bolívar, fruto también de los esfuerzos en vida del padre Rufino.
En el pueblo, todas las generaciones escuchaban la
historia del indio y del aceite de cabimo que curó la enfermedad de la mancha
de la piel. Y Rubia la escuchó de labios de su abuelo. Recordar esta historia
es recordar al abuelo, es recordar la razón por la que está sentada allí.
Limpia sus dedos, asqueada del inútil aceite, mira el monumento y lee debajo de
la imagen del cura Rufino Pérez Valles: “El Odio puede llegar a ser…”.
Suficiente para esquivar la inscripción, para no leer lo que sigue, para
ignorar al mundo de nuevo.
<< ¡Te odio abuelo!>> Y los ojos se le
humedecen. No es fácil luchar contra el odio, no cuando las heridas aun duelen,
cuando no cicatrizan. Rubia no admite curación, quiere, pero no puede. No se lo
permite. Para ello debe hacerse débil, y una vez lo intentó y de nada sirvió,
otro intento es un lujo, los daños podrían ser mayores.
Se conmueve ante su declaración, el odio sigue vivo; se
reduce de nuevo el espacio y desde el vacío se asoman los interrogantes, el
“qué habría sido de mí”, “cómo sería yo”, “dónde estaría”, el “cuál es la razón
por la que tuvo que ser así” y el “quién puede entenderme”; y cada pregunta es
un leño que excita las llamas del odio y el dolor…
-¡Por qué no te consumió la maldición de la lejanía en
Agua Santa!
Y no quiere llorar, pero las lágrimas huyen del ardor del
fuego en el alma.