viernes, 10 de mayo de 2013

RUBIA, CAPÍTULO UNO.


Por la alegría de ver mi novela Rubia participando en la edición XVIII del Rómulo Gallegos, les comparto el capítulo uno. Espero lo disfruten:

Es mediodía. Da igual verano o primavera; por estas tierras el sol de mediodía empaña el clima con su calor. Sería casi insoportable de no ser por las ráfagas de aire fresco que nacen entre las montañas y se desprenden desde lo alto del valle, allá arriba, donde los robles lo bordean como custodiándolo. ¡Valle legendario! Escenario de tantas historias. El aire viaja danzando, viento recio y solitario, juega entre los árboles, acaricia los samanes, árboles de lluvia, cenizos y de porte asombroso; seduce a los cedros, legendarios como el valle y silba entre ellos; sigue su camino, agitando la hierba en las planicies, donde reposa el ganado. Roza el agua de los ríos, dispersa a lo ancho y largo de estas tierras, bebe del Arroyo del Cardón y su recia danza encuentra calma. Ya no es viento solitario, es brisa suave que pasea con elegancia por el valle, que busca compañía entre las calles de Piedrita y Cañaveral, y avanza hasta Rivera y Agua Santa, no se detiene hasta que llega a lo más profundo del valle: El Consejo de Ciruma, y allí se perfuma con el aroma del aceite de cabimo.

Da igual verano o primavera, el sol o la brisa; da igual la sombra del cabimo bajo el cual está sentada en uno de los bancos de la plaza del indio, ajena al aroma del aceite, indiferente al verdor de las montañas que aun a lo lejos coquetean majestuosas. No importa el mundo fuera de ella y el suyo se ha detenido, el futuro tiembla y se inclina junto al presente, el pasado reina y se burla; el espacio es un vacío reducido a la medida de los interrogantes, donde no caben sueños y deseos, donde muere la sonrisa y brota el dolor. En ella, el sol es odio inclemente que empaña el alma con su calor y el valle, es su corazón que llora la ausencia de la brisa.

Ella es Rubia, la del nacimiento milagroso, la niña prodigio, la adolescente pródiga que una vez conoció el amor, la joven del millón de errores, la niña linda, la de los ojos de su abuelo; ella es una historia que aún no termina. Es hoy, un mundo distante y ajeno… Es un suspiro…

<<Soy Rubia, y tengo veintiocho años>> piensa, y es un lamento <<o tal vez soy veintiocho años llamados Rubia. Mi nombre debe ser sinónimo de desgracia, de desastre o constante aflicción. Sé que es inútil y tonto creer que puede cambiarse el pasado, pero… ¡Cuánto daría por cambiar aunque fuera un solo evento y desde allí caminar un trayecto distinto! entonces otro sería el presente y valdría la pena un futuro…>>

Al paso de la brisa una hoja se desprende del cabimo, es arrullada con ritmo lento, cae en el cabello de Rubia y allí reposa, sólo unos segundos, ella la toma con sus manos y siente la humedad del aceite en sus dedos, contempla el verde intenso y vivo de la hoja que la invita a despertar ante el mundo que la rodea. Sus ojos azules se funden en el horizonte, se pierde en el azul del cielo mientras suelta la hoja que cae al suelo. Frota entre sí los dedos aceitosos y regresa del horizonte, se encuentra con ella misma fuera de su mundo interior, bautizada con el aroma de la primavera.

<<El aceite de cabimo... si fuera tan fácil disipar el odio...>> piensa, y es un tímido deseo <<Las manchas del corazón son imborrables, no hay aceite que valga>>. Es una sentencia.

Recuerda el relato que una vez escuchó: en el año 1890 una extraña enfermedad azotó al estado Falcón, estado limítrofe con el estado Zulia. Una mancha aparecía en la piel y al cabo de dos semanas ésta se convertía en una llaga y, poco a poco, se extendía por todo el cuerpo. Las personas infectadas por esta enfermedad se iban pudriendo en vida, presentaban síntomas como fiebre y debilidad para ejercer cualquier tipo de actividad. Así, las víctimas de la enfermedad estaban condenadas a morir en un lapso de dos meses después de que la mancha se convirtiera en llaga.

Cuatro familias, los Quero, los Pachano, los Morles y los Suárez, decidieron abandonar el estado unidos como una sola familia, los más ancianos presentaban ya la mancha en la piel y en la familia Morles, un niño iba infectado también. Partieron en caballos, arreando sus ganados, con provisiones para un mes de camino, y la esperanza de encontrar un caserío en el estado Zulia donde poder establecerse lejos de la infección del estado abandonado. Llevaban también semillas de maíz, de auyama, y de otros alimentos, creían que, de no conseguir un caserío, podrían fundar en alguna tierra uno para las cuatro familias. Tras dos semanas caminando en medio de la selva falconiana y sin conseguir nada, el niño Santiago Morles presentaba fiebre con frecuencia y sus padres se desesperaban ante la idea de que pudiera morir en aquel peregrinaje. Los ancianos también se descomponían aceleradamente.

Encontraron un arroyo bordeado por cardones y se detuvieron para calmar la sed de los animales. Mientras las bestias se saciaban, un indio se les acercó. Se alarmaron al verlo, semidesnudo y de aspecto rudo. Cuando estuvo cerca, el temor aumentó al notar una cicatriz en su rostro que parecía dividírselo en dos. El indio parecía llevar un objetivo: sin distraerse, caminó directo hacia el niño, que estaba rodeado por sus padres y en los brazos de su madre, se abrió paso entre ellos y, ya frente a él, se inclinó a su altura. Nadie se resistió a su presencia. El indio miró el antebrazo del niño donde la mancha comenzaba a supurar.

Esto dijo tocando la llaga con su dedo­ mal de ciudad. Hombre de ciudad mucho odio.

Luego señaló al frente del arroyo y agregó:

Un día de camino, detrás de robles hay valle de cabimos, yo indio Ciruma pasar por allí y ver el árbol que bota aceite, aceite untar en piel de niño. Niño sano. Aceite cura odio.

Se levantó y sin esperar una palabra ni pronunciar ninguna otra, se alejó en sentido contrario al lugar que había señalado.

Por varios minutos, hubo gran discusión entre las cuatro familias, los Quero y los Pachano creyeron conveniente tomar otra dirección diferente a la que el indio les había indicado, pensaron que sus palabras podrían ser una trampa para desviarlos por ese camino y en compañía de la tribu despojarlos de sus bestias y mercancías. Sin embargo, la desesperación de los Morles les llevó a confiar en las palabras del indio Ciruma y, apoyados por la familia Suárez, decidieron dirigirse hacia el valle de los cabimos. Las otras dos familias terminaron siguiéndolos también. Al día siguiente, ya al anochecer, llegaron al lugar, contemplaron el valle bordeado por los robles, en él varias docenas de cabimos distribuidos a lo largo y ancho del valle. Era primavera, el olor del aceite que segregaba cada árbol era agradable al olfato, daba la impresión de estar dentro de un nuevo mundo. Tomaron aceite de cabimo y lo untaron a los infectados por la enfermedad, sobre las manchas y sin frotarlo, como había indicado el indio con señas. Tres días después de que los pacientes padecieran una fiebre intensa por las noches, las llagas desaparecieron junto con la fiebre y los síntomas de la enfermedad.

Decidieron establecerse en aquel lugar y, en honor al indio, que nunca más volvieron a ver, llamaron al pequeño caserío “El Consejo de Ciruma”. Cada familia se adueñó de una porción de tierra suficientemente espaciosa para construir casitas de barro y fundar pequeños conucos en los que sembraron las semillas que traían y así asegurarse la alimentación de la población. Se proveían de agua del arroyo al que llamaron “El Cardón”, el mismo donde les encontró el indio. Tan pronto como se establecieron, un representante de cada familia volvió al estado Falcón exportando el aceite de cabimo para que pudieran salvar a los pacientes que agonizaban y a los que iban siendo alcanzados por la enfermedad. Así, la fama del pequeño caserío corrió con rapidez.

En 1900, la Iglesia Católica consideró que la aparición del indio había sido un milagro, y lo atribuyó a San Antonio de Pádua, a quien veneraban como un santo patrono de los viajeros y cuya fama entre los laicos era conocida desde 1890. Enviaron a un cura para que se encargara de guiar espiritualmente a los habitantes del caserío, que aumentaban en número ya que la exportación del aceite al estado Falcón había servido como una puerta de entrada a otras familias que decidieron mudarse. El caserío creyó conveniente la presencia de un cura en aquel lugar y aceptaron la interpretación que la Iglesia Católica le dio a la aparición del indio, lo creyeron un verdadero milagro y no faltó uno que dijera haber sentido un impacto profundo tras las palabras del indio: “el odio del hombre de ciudad”. Sin embargo, nada acertada les pareció la elección de la santa iglesia con respecto al enviado cuando lo vieron llegar.

Rufino Pérez Valles era un joven de 25 años cuando llegó al pueblo. Acababa de salir del seminario, y una semana le bastó para cambiar la impresión que su llegada causó en los habitantes de El Consejo de Ciruma. Era joven e inexperto, pero apasionado y laborioso. Se ganó el respeto y la admiración de cada uno de los habitantes, quienes luego lo consideraron no solo el cura del pueblo sino también la máxima autoridad. El padre Rufino, llamado así al pasar los años, logró que las autoridades regionales posaran su mirada sobre el caserío. Consiguió que el gobierno regional construyera dos edificios destinados a la educación básica y diversificada de los habitantes del ya considerado pueblo y de los que habitaban los caseríos que se habían formado alrededor del mismo. También instauró la celebración del aniversario de la llegada a aquellas tierras de sus fundadores, la segunda semana de junio se festejaban las llamadas “Ferias de San Antonio”. Aquellas ferias fueron motivos de la visita de pobladores de otros estados.

En 1930 el gobernador de turno en el Zulia visitó la Feria de San Antonio y bautizó el pueblo como “El Jardín del Zulia”, nombre con el que luego el niño Santiago Morles, ya adulto, publicó una obra de poemas centrados en la fuerza y virtudes de la naturaleza. El gobernador prometió ese año construir un ambulatorio rural en el pueblo, y una plaza a la cual declaró que llamarían la plaza del indio, y que además, de ser electo de nuevo como gobernador del Estado Zulia, incluiría en su presupuesto un programa para la construcción de viviendas dentro del presupuesto regional, cuyo pago sería cómodo y ajustado a la economía de los habitantes del pueblo. Si bien todas esas promesas fueron charlatanería política y oportunista del gobernador, el padre Rufino se encargó de que las cumpliera todas. La Plaza del Indio quedó construida en el centro del pueblo, en medio de ella un cabimo era protegido como símbolo de esperanza y recordatorio de que el odio era una llaga que apagaba el espíritu del hombre.

Ya en 1950 el Consejo de Ciruma era un pueblo ajustado a la modernidad de la época. Ese año, la Iglesia Católica envió al gobierno nacional planos para que patrocinaran la construcción de algunas catedrales en las ciudades y pueblos que aún no tenían ninguna. El gobierno nacional los distribuyó a los estados correspondientes, quienes sortearon las construcciones para decidir cuales se llevarían a cabo ese año. Se aprobó la construcción de la catedral en el Consejo de Ciruma. Una confusión en los planos hizo que se iniciara la construcción basada en los planos de la catedral que debía corresponder a la ciudad de Cabimas. Cuando el gobierno regional hubo caído en cuenta de esto ya se había iniciado la construcción y así, el pueblo presumía de una catedral moderna y lujosa. La confusión de los planos se le atribuyó al santo patrono del pueblo como un milagro.

La entrada del evangelio protestante al pueblo, a finales de 1960, habría sido imposible y no aceptada por los habitantes de no ser por la aprobación del padre Rufino, cuyas decisiones y avales eran respetados aun cuando contradijeran la voluntad del colectivo. A pesar de que el protestantismo por esa época representaba una amenaza para la Iglesia Católica arraigada en costumbres y tradiciones, siendo tal protestantismo una expresión de nuevas propuestas consideradas liberales por el sector ortodoxo, el padre Rufino expresó siempre su inclinación a un escenario plural, diverso, tolerante.
A los 95 años de edad murió, y en su honor se levantó un monumento en la Plaza del Indio junto al Cabimo que está en el centro del mismo. Fue recordado siempre por su carisma y sus obras. Meses después de su muerte, el gobierno inició la construcción de otra plaza frente a la catedral, la Plaza Bolívar, fruto también de los esfuerzos en vida del padre Rufino.

En el pueblo, todas las generaciones escuchaban la historia del indio y del aceite de cabimo que curó la enfermedad de la mancha de la piel. Y Rubia la escuchó de labios de su abuelo. Recordar esta historia es recordar al abuelo, es recordar la razón por la que está sentada allí. Limpia sus dedos, asqueada del inútil aceite, mira el monumento y lee debajo de la imagen del cura Rufino Pérez Valles: “El Odio puede llegar a ser…”. Suficiente para esquivar la inscripción, para no leer lo que sigue, para ignorar al mundo de nuevo.

<< ¡Te odio abuelo!>> Y los ojos se le humedecen. No es fácil luchar contra el odio, no cuando las heridas aun duelen, cuando no cicatrizan. Rubia no admite curación, quiere, pero no puede. No se lo permite. Para ello debe hacerse débil, y una vez lo intentó y de nada sirvió, otro intento es un lujo, los daños podrían ser mayores.

Se conmueve ante su declaración, el odio sigue vivo; se reduce de nuevo el espacio y desde el vacío se asoman los interrogantes, el “qué habría sido de mí”, “cómo sería yo”, “dónde estaría”, el “cuál es la razón por la que tuvo que ser así” y el “quién puede entenderme”; y cada pregunta es un leño que excita las llamas del odio y el dolor…

-¡Por qué no te consumió la maldición de la lejanía en Agua Santa!

Y no quiere llorar, pero las lágrimas huyen del ardor del fuego en el alma.

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1 comentario:

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