Una
vez al mes bajaba, así había sido durante los últimos once años. Al pie del
cerro un barrio, inundado de gente que sueña, de otros que se esfuerzan y
algunos que despojan de sueños y burlan esfuerzos. Los fines de semana hay
fiesta en cada calle del barrio, en algunas las fiestas son de “traje”, así lo
dicen para aliviar la pobreza. “Cada quien trae algo”, advierte la morena pelo
amarillo el jueves en la noche a sus amigas. Y el viernes las cajas de cervezas
se reproducen y se olvida que la vaina está dura, que los gobiernos pasan y
queda el hambre, que la delincuencia no respeta la vida y que el tío Santiago
murió el martes. Y que los muertos entierren a sus muertos porque los vivos tenemos
que enterrarnos en la vida para poder vivir o al menos intentarlo. Prohibido
hablar de política en las fiestas, nada de esos temas que oprimen la semana, el
fin de semana es para darle fin a la semana y sus opresiones. Se oyen los chistes, los ojos
brillan, el alcohol hace lo suyo.
Del
cerro bajan también a las fiestas. Mucho cuidado que a veces se forman unos
tiroteos, hay muchos que no bajan la guardia y andan dispuestos siempre a matar
la culebra por la cabeza. Así sucede por estos lados y allá también, allá en
Caracas. ¿Y no somos de Caracas acaso? No, somos del barrio, de aquí del
barrio, allá en Caracas es otro peo, allá son otras historias, o las mismas
historias pero pasan en Caracas y es asunto de ellos.
Los
años transcurrieron solitarios, para él solitarios, cansados. El cerro se transformó
con el tiempo. Cuando llegó, los caminos eran de tierra y las casas se mostraban
intermitentes, una a mitad del cerro, otra con la fachada hacia el oriente y
una más arriba: la suya. Pero ahora está inundado de ranchos de latas y una que
otra vivienda de bloque, algunas mitad de latas y mitad de bloques. El solitario
y cansado cerro ahora luce alegre y abarrotado. Desde el mes de noviembre se le
puede ver forrado de luces, porque la gente puede que no tenga para comer, pero
para festejar siempre hay, sobre todo si se trata de la navidad. A él le daba igual la navidad, no entendió
cómo se puede festejar el nacimiento de alguien cuya vida se irrespeta y se
toma para hacer religión.
La
única casa que nunca tuvo lucecitas de navidad fue la suya, que tampoco era
de lata ni de bloque, tampoco mitad de lata y mitad de bloque. La suya es de
barro, toda de barro, sí, todavía es toda de barro. Tiene un patio inmenso que
se une con la selva que forra el cerro y que poco a poco ha sido vencida por la
mano del hombre. Allí, en el patio, cosechaba sus racimos de plátanos y
cambures, también cultivaba cilantro, cebollín, tomates. Era su pequeña granja,
el patio le recordaba sus raíces, fue su pedacito del pasado frente a él. Y es
que la entrada principal de su casita de barro está de espalda a la calle y de
frente a la selva, porque se negaba a ver cada mañana el avance de un progreso
engañoso, eso significaba para él la calle asfaltada, las casas vestidas de
bloque que ahora conquistan progresivamente el cerro. “Mientras el país se viste
de concreto y asfalto la gente se viste de ignorancia”, escribió una vez. Le
molestaban las modas que han suplantado la cultura. También los discursos
políticos, las promesas incumplidas de siempre.
Era
el único en el cerro que no participaba en las contiendas electorales, o como
las llaman ahora: fiestas electorales. Para él era su esfuerzo el que lo
mantenía vivo, y no necesitaba que un político le resolviera la vida. La
pensión que recibía una vez al mes nada tenía que ver con la bondad de los
gobiernos, fue un derecho que se ganó porque él sirvió a su país y fue en el
ejercicio de su servicio que creyó comprender la ineficacia de los esfuerzos políticos. Decidió
convertirse en un renegado, ermitaño, asocial, solitario. Y en sus últimos once
años no dudó que había sido su mejor decisión.
Su
nombre: Marcelo Chacón. Fue un revolucionario, añoró siempre los tiempos de
Cipriano Castro, a quien definió como un izquierdista tímido e indeciso, tal
vez ni él sabía que era de izquierda. Marcelo lo admiró tan pronto notó la
revolución que generaba en términos de Fuerzas Armadas. Pero quedó inconforme
con su gestión. En algún momento fue alcalde de un municipio en el
centro-occidente del país, fue cuando decidió no creer más en la política; dos
años antes había dejado de creer en el dios de quien tanto hablaba María
Eugenia Salazar de Chacón, su madre. Ella, tan revolucionaria como él, era una
católica un tanto rebelde. Su esposo murió de una mordida de culebra, cuando
Marcelo apenas tenía un año, así le quedó a ella la responsabilidad de mantener
la hacienda que su esposo heredó de su padre, que su suegro heredó del padre
suyo, y que el abuelo de su esposo había conquistado en tiempos turbulentos. También
debía criar al pequeño Marcelo y cuatro hijos más que le habían nacido uno tras
otro, teniendo el mayos seis años.
En
tiempos en los que la mujer debía dedicarse a la cocina, y guardar silencio,
María Eugenia se dedicó a llevar las riendas de una hacienda que producía
trabajo para la mitad de los hombres del pueblo. Se convirtió en un mito en
otros pueblos, y cuando paseaba por el mercado las mujeres sonreían porque a su
sombra se sentían libres e importantes. Murió de anciana, cuando Marcelo tenía
treinta y tres años, justo cuando comenzaba su gestión como alcalde del
municipio que lo vio crecer. “Votaremos por el hijo de la María Eugenia”,
decían los ciudadanos. “Ese no tiene necesidad de robar al pueblo, lo tiene
todo”. Pero la hacienda heredada se convirtió en un territorio de guerras. Los
cuatro hermanos sacaron sus garras para adueñarse de la hacienda, Marcelo se
mantuvo al margen, le parecía despreciable pelear por un patrimonio que era de
todos y apenas presenció la primera discusión acalorada abandonó el lugar cinco
minutos antes de que se convirtiera en un rin de boxeo. Se enteró de la pelea
que se armó y sintió vergüenza por la memoria de su madre, así que decidió no
ensuciar su memoria formando parte de las trifulcas familiares por un pedazo de
tierra.
Seis
años después, cuando finalizaba su período como alcalde del municipio, su
hermano mayor entró a la oficina y le entregó un cheque. Habían vendido la
hacienda y repartieron el dinero en partes iguales para los cinco hermanos.
En
el pueblo todavía se recuerda a María Eugenia Salazar de Chacón. Hay un busto
en una de las plazas en su honor. Fue mi maestro de Castellano y Literatura
quien me habló de Marcelo Chacón. Resulta que durante su período como alcalde
del municipio publicó un pequeño librito titulado “La Revolución Sangra”. El
libro no tuvo mucha distribución, y dicen que lo escribió imitando a Cipriano
Castro, quien también publicó algunos libros durante su ejercicio en la
presidencia del país. El librito contiene trece cuentos cortos, escritos en
primera persona, narra la vida de doce personajes y sus historias, desde
bibliotecarios nostálgicos y utópicos, hasta militares que fraguaban
movimientos de revolución. En el capítulo trece los doce personajes son
arropados por un intento de golpe y algunos de ellos envueltos en el golpe de
Estado. Cuando lo leí, porque mi maestro me lo recomendó, habían pasado tres
semanas de un intento de golpe de Estado en mi país, y pensé que tal vez
Marcelo Chacón fue un profeta. Recuerdo que durante mi adolescencia siempre que
tropezaba con algún hombre o mujer con características de los personajes del
libro, me preguntaba si acaso sus vidas no estarían marcada por las profecías
de Marcelo.
Marcelo
donó el dinero que recibió de la venta de la hacienda. Con su donación se
construyó una biblioteca en el pueblo, y fue allí donde encontré su libro. Su
vida no estaba tan lejos de la mía. Pudimos ser vecinos, haber tropezado en
alguna esquina, conocí a dos de sus hermanos en mi afán de encontrarlo. Ellos
me dijeron que llevaban ocho años sin
saber de él. Yo llevaba tres años buscándolo. Cuando cerca del año 1997 me mudé
a Caracas asistí a algunas reuniones clandestinas de un movimiento
revolucionario. No estaba interesado en la política, pero tenía mucha
curiosidad, y un amigo que siempre vestía franelas con el rostro del Che
Guevara y símbolos revolucionarios me invitó a una de esas reuniones. Hablaban
de un Teniente Coronel que los inspiraba, su nombre era susurrado con respeto y
admiración, y entonces caí en cuenta que se trataba de aquel soldado que había
intentado el golpe años atrás. Un nuevo golpe se organizaba, pero esta vez
mediante los mecanismos democráticos, decían que harían funcionar la democracia
a favor de la izquierda y el país por fin conocería políticas que favorecerían
al pueblo. En mi séptima asistencia a la reunión caí en cuenta que estaba en un
ambiente narrado por Marcelo Chacón, y para sorpresa mía un joven a mi lado
sostenía unos seis libros, uno de ellos se le cayó y lo reconocí: “La
Revolución Sangra”.
Pensé
que tal vez estaba allí para reanudar mi búsqueda. Recogí el libro para
pasárselo al joven, no sin antes echarle un vistazo y descubrir que estaba
firmado por el autor. “Mira chamo, ¿te lo firmó el autor en persona o lo
compraste así?”. El mismo Marcelo Chacón se lo firmó.
“Tropecé
con él hace algunos meses guaro, mira vale, que sí está anciano el Chacón,
tiene una barba blanca que le llega al pecho, camina apoyando su mano izquierda
a un bastón, viste de guayaberas, casi ni habla. Cuando lo reconocí en la cola
del Banco de Venezuela me fui a mi casa pero volando, a buscar el libro, tú
sabes. Cuando volví salía del banco y le pedí que me lo firmara. Mira que me
dijo “no creas en la política, edúcate y trata de ser alguien en la vida”. Yo
quedé reflexionando, y es que, cómo vamos a creer en la política, camarada, no
vez que ahorita no hay política sino opresión…”
El
muchacho se inspiró a hablar del fascismo y de la utopía socialista, pero yo
imaginaba a Marcelo Chacón. “¿En qué banco lo viste?”, le interrumpí y parece
que se molestó porque me respondió de mala gana que en el Banco Venezuela a
unos metros del capitolio.
Cinco
años habían pasado desde el momento en que me obsesioné con encontrarlo y once
años desde que se fue de mi pueblo.
Una
vez al mes bajaba del cerro Marcelo Chacón, para cobrar su pensión en el Banco
Venezuela cerca del capitolio, cerca también de la que hoy es la sede del
Ministerio de Comunicación e Información. Por donde por cierto no se puede
pasar muy cerca hoy en día, en la esquina antes de la sede hay un edificio que
está habitado por algunas personas que perdieron sus casas en la tragedia de
Vargas. Si pasas por allí ten cuidado, camina por la acera contraria. No voy a
escribir por qué, pues ya me salgo de la estructura del cuento, pero tenía que
hacerles la advertencia.
La
siguiente semana me fui al Banco Venezuela y estuve los dos días asignados a
los ancianos para cobrar sus pensiones, fui con mi libro en mano. El primer día
no lo vi, estuve preguntando por él. Un joven que acompañaba a su abuelo volteó
hacia mí. “¿Eres familiar del viejo del cerro?” Dije que sí titubeando. Me dio
la dirección de su barrio… “Cuando llegas a la taberna de Tulio ves el cerro,
si vas camina con cuidado, por allí está la banda de “los pericos”, y no tiene
nada que ver con la de esos argentinos que cantan”.
Esperé
a ver si el segundo día Marcelo Chacón aparecía por el banco. Me fui sin nada
de valor, de nuevo con el libro en mis manos, dispuesto a ir al cerro si no lo
veía. Estuve en el banco hasta las tres de la tarde. Tomé un autobús que me llevó
a las afuera de la ciudad. Y luego otro que me llevó hasta el barrio. Unos
chamos fumaban en una esquina, con un corte de cabello raro, rapados a los
lados y una melena en el centro, imaginé que eran los fulanos de la banda de
“los pericos”. Cuando les pasé por un lado, uno de ellos me habló. “¿qui hubo
viejo? Pásanos algo pa´l vianda vale”.
El tono con el que me habló no era de súplica, más bien fue como una exigencia.
Metí mi mano en el bolsillo, ni loco sacaba mi billetera, y saqué las monedas
que me habían dado en los autobuses de cambio. Se las entregué, “vaya con dios
pues” me dijo otro mientras tomaba las monedas, y al alzar su brazo se dejó ver
un revolver en su cintura.
Caminé
acelerado, pasé frente a una tasca con un letrero tallado en madera en el que
se leía “La Taberna de Tulio”. Miré a la izquierda y vi la calle que me llevaba
al cerro. Abordé una de las camionetas que suben al cerro. Y en veinte minutos
estaba arriba. En la planicie había un alboroto, una docena de personas
esperaban la camioneta reunidos frente a la casa de barro. Un muchacho de unos
catorce años mandó a todos a bajar. “Tú no te mueves de aquí”, le dijo al
chofer. Tres hombres traían a la camioneta a un anciano de barba muy larga y
blanca, vestido con un pantalón gris y una guayabera caqui. Era Marcelo Chacón,
estaba cortando un racimo de plátano en el patio cuando cayó al suelo, uno de
los vecino lo vio y esperó a que se levantara, sabía que si se acercaba podía
recibir un insulto del viejo que todavía tenía orgullo y aire de
autosuficiencia. Cinco minutos después el vecino corrió hacia el anciano hombre
y lo levantó, se estaba ahogando, con dificultad respiraba. Alertó al resto de
la comunidad. Lo sentó sobre una roca mientras esperaban una camioneta. Cuando
lo montaron, Marcelo Chacón aun respiraba. El muchacho que el día anterior me
dio la dirección me reconoció y les gritó a los demás, “es el nieto, él es
nieto del viejo”. Me permitieron abordar de nuevo la camioneta y me senté a un
lado del viejo.
Iba
agonizando, miró fijamente el libro entre mis manos y creo que lo reconoció.
Señaló su pantalón, lo revisé. La camioneta bajaba a máxima velocidad, Marcelo
llevaba un diario. Mientras avanzábamos le eché un vistazo rápidamente a
algunas páginas, allí estaba plasmada su visión del barrio junto al cerro, su
perspectiva de los cambios que se daban en el país, su inconformidad con la
gente que le rodeaba, hablaba de su madre y sus esfuerzo, del egoísmo de sus
hermanos, de la inutilidad de la religión que no se vuelca a darle la mano al
porvenir. El diario era una visión más madura de todo aquello que plasmó en su
libro de cuentos. Lo sostuve junto al otro libro, él sonrió. “no creas en la
política, edúcate y trata de ser alguien en la vida”, balbuceó. Luego cerró los
ojos. No los abrió más.
Mientras
atravesábamos el barrio hacia la ciudad de Caracas volteé hacia el cerro, era
diciembre y comenzaba el fin de semana, las luces de navidad estaban encendidas
en todas las casas, la de Marcelo Chacón no podía vislumbrarse. Vi a un hombre
pasear una caja de cerveza en su bicicleta, una morena pelo amarillo recibía en
su casa a unas amigas mientras las abrazaba y tomaba bandejas de pasapalos que
ellas llevaban. Ese día, del cerro bajarían los muchachos para asistir a las
fiestas del fin de semana, o beber en la taberna de Tulio, olvidarían en unas
horas la muerte del viejo Marcelo Chacón, pues que los muertos entierren a sus
muertos, y del sepelio del viejo me encargaría yo.
A la memoria de los ancianos visionarios que han aportado
a la construcción de mi historia, en especial a aquellos que conocí en el año
1997 en el Ancianato de Punta Gorda, que por cierto ya no existe.