Tal
vez se equivocó, puede que sólo buscaba satisfacer su necesidad, nunca lo
sabremos con seguridad, pero algo es cierto: a veces nos equivocamos por
nuestra desesperación y nos ciega el deseo de encontrar “agua que calme nuestra
sed”.
¿Pero
quién puede culparla? ¿Quién nos culpa?
A
ella la culpa una turba de hombres “perfectos” según los parámetros que ellos
construyeron, según las interpretaciones emitidas entre las paredes de sus
sinagogas. La llamaron “adúltera” porque aprendieron a cambiar el nombre de
quienes no encajan en el sistema. Y la “adúltera” no es una mujer para ellos,
es sólo un objeto, es una herramienta que les permite brillar como rectos y
estrechar entre ellos sus manos saludando la perfección que otros evidentemente
no han alcanzado. Y no sólo es una herramienta, la “adúltera” es mucho más aún:
también es carnada.
La
obligan a caminar mientras la empujan con desprecio. Allá van, buscando al
Cristo para escupirle la perfección en la cara y dejar en sus manos la decisión
de qué se debe hacer con la “adúltera”; apuestan a que no es lo suficientemente
integro como para emitir el juicio correcto: apedrearla. Y si tienen suerte de
obligarlo a emitir el juicio correcto lograrán que su popularidad disminuya.
La
caminata cesa. La mujer que fue sorprendida en pleno acto de adulterio va
delante, tal vez a empujones. Me detengo a pensar cómo se las arreglaron para
encontrarla en pleno adulterio. ¿Habría sido un plan orquestado durante días,
semanas, meses? La escogieron a ella de entre la multitud de “pecadores” del
pueblo. ¿Por qué a ella? ¿Se interesaron en su historia y en los por qué de su
adulterio? ¿Y qué del hombre con quien ella cometió el adulterio? Porque sola
no pudo haber cometido el acto. ¿Por qué no lo trajeron a él también?
Quizás
había toda una historia detrás de aquel acto, tal vez ella creyó en aquel hombre
al que se le entregó. ¿No habría sido engañada con falsas promesas de
seducción? ¿Y qué tal si ella estaba segura de que aquel hombre era su amor?
¿No sería ella una mujer con sueños colgados en ese hombre?
Al
parecer a nadie le importó pensar en ella, nadie le preguntó nada, ella era la
ocasión perfecta para debatir y derribar los argumentos de amor liberal de un
carpintero a quien el pueblo ve como un Cristo.
Alguien
la toma con brutalidad por el brazo izquierdo y violentamente la lanza hacia
adelante, ella cae de rodillas en la arena, el polvo que su brusca caída
levanta hiere sus ojos humedecidos por el temor a morir y sus manos son
lastimadas por el roce de algunas rocas en la arena. Apenas puede observar los
pies de su juez.
La
“adúltera” frente al Cristo, los perfectos la acusan y sonríen esperando el
veredicto. Tal vez usted conoce la historia, pero ella no, apenas la vive. Cada
segundo es una eternidad de agonía tras otra, ella sabe cuán duro es el corazón
del hombre, lo sabe porque más de uno la ha herido no con piedras pero si con
caricias que se ausentan, con besos que no vuelven, con promesas que no se
cumplen, con palabras que se desvanecen como la noche y huyen como el viento.
Podría morir apedreada o tal vez sobrevivir, ni siquiera sobrevivir es
consuelo, de no morir apedreada tendrá que lucir las marcas del juicio por las
calles del pueblo.
Pero
el Cristo no defiende las enseñanzas de la sinagoga ni es seducido por la
perfección de la turba, al parecer no le interesa la perfección y tampoco
mantener con vida un sistema que es capaz de reconciliar conceptos como “piedad
y piedras”, que propicia la ocasión para atentar contra el ser humano, que
sirve como escenario para juegos de “poder y control”. La mujer quizás ni
siquiera escuchó las palabras del Cristo, pero de repente no habían ni
perfectos ni piedras a su alrededor.
¿Dónde
estaban los que la condenaban?
¿Por
qué se marcharon si él sólo pidió que lanzara la primera piedra aquel que está
libre de pecados?
De
no haber ninguno capaz de lanzar la primera piedra bastaba con soltarlas, pero
¿por qué huyen delante de un hombre que sólo pronunció palabras y de una mujer
adúltera que yace indefensa en el suelo?
Es
que muchos no pueden permanecer frente al amor, huyen del amor verdadero, huyen
de la piedad verdadera, no les interesa practicarla, sólo les interesa ser
notables y sino pueden hacer notar la “perfección” que encarnan entonces
prefieren huir.
En
esta historia encuentro a un Cristo interesado en defender al hombre,
disparando en contra de leyes, doctrinas, ideologías que dan pie a la estúpida
actitud de superioridad, actitud que hace modelar conceptos como “la fe nos
hace fuerte y mejores que el mundo”, actitud que alimenta la idea de un orden
de clases, de divisiones dentro de la sociedad, de etiquetas según “logros”,
conceptos que en muchas manifestaciones del cristianismo laten con fuerza como
si ellos, y no el Cristo, fueran el corazón del cristianismo.
Creo
que debemos reflexionar hoy frente al Cristo y aquella mujer a la que insisten
en llamar “adúltera”… ¿De qué lado seguiremos? ¿Del lado del Cristo y la mujer?
¿Del lado de la turba de hombres perfectos representantes de un sistema
perfecto?
Una
vez dije en una reunión con muchos hombres perfectos: “tal vez ser adúltera le
permitió conocer al Cristo”. De inmediato sentí las piedras apuntándome, me di
cuenta que no soy perfecto y honestamente me gustó más desnudar mi imperfección
y no seguir disimulando con disfraces de piedad, aunque eso me convierta en un
blanco para apedrear. Yo prefiero ser un adúltero, un hereje, un descarriado,
un ateo o cualquier otra cosa y no un defensor o embajador de un sistema que no
es capaz de quedarse frente al maestro un minuto más para escucharlo decir “Ni
yo te condeno”.
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